4/28/2010

La reina de mi vida


¡Pero cómo me haces esto! Qué llevo una semana detrás de ella, que si un café, que si un ramo de flores, un sms cada hora. Por fin consigo convencerla para cenar y tú vas y me haces esto.

Eres muy egoísta. ¿Lo sabías? No piensas en mí ni un minuto, que digo minuto, ni un segundo. Tú a tu libre antojo, como siempre has ido.

¡Coño! Que me desvivo en atenciones contigo. ¿O no es verdad?

Compré un espejo que coloqué a tu altura para poder verte mejor a la hora de nuestras charlas. Cada quince días le doy un repaso a la espesa melena que tienes a tu alrededor. Me gasto una fortuna en ti, no te cubro con cualquier cosa, -tu bien sabes que la cajita de seis globitos de textura súper suave son de importación y me cuesta cincuenta euros-. Nunca reparo en calidad para ti. Te visto con ropa toda de marca y algodón cien por cien para que tú estés bien cómoda. Cuando llega tu hora de evacuar me siento para que no te esfuerces demasiado y no te canses. Dime tú si no te trato bien. Y, no lo entiendo de verdad, ¡cómo me haces esto!

Sí, sí, de acuerdo. Te he metido en cada agujerito que... pero no es cuestión de echar los reproches en cara ahora cuando más te necesito. ¿Sabes cómo vas a dejar mi moral y lo que es peor mi reputación? Podías haberme dicho algo antes e incuso podíamos haber negociado los momentos donde tú tienes que actuar.

¡Coño que me queda una semana para cumplir los cuarenta años! ¡Cómo me haces esto! No es justo, tú lo sabes. ¿Te has parado a pensar lo que dirán de mí si no doy la talla? Si, si te lo digo a ti, que estas flácida total. ¡Eres una caprichosa! cuando te da la gana vas y te levantas pero en cierta manera la culpa es mía por mimarte demasiado. ¿No te acuerdas el apuro que me hiciste pasar en el concesionario de coches? Tu allí dejándote notar bajo el pantalón de lino blanco. Que te apetecía, te apetecía mostrarte. Claro, porque tú no vistes la cara que puso la vendedora. Creo que depravado fue la opinión más suave que tuvo de mí.

Y qué me dices del día que fuimos a la playa nudista; con mi hermano, la mujer y los niños te dio por mostrar tu descomunal tamaño todo el tiempo y no me dejastes levantarme de la toalla. No te vayas a creer que eso se me ha olvidado.

Y es que yo no entiendo por que se te ocurre crecer así sin motivo aparente cuando se te antoja. No hay un dios que te baje y para que estés contenta ¿yo que te hago?, cumplo tus deseos porque para ti quiero lo mejor. Este dónde este busco un sitio para aliviarte. No te entiendo de verdad. ¿Cómo me haces esto?

¡Qué estas cansada de tanto ajetreo! Muy bonito, pero tú no tienes otra cosa que hacer, solo tienes dos funciones y sabes claramente cuales son, así que no hay protesta alguna que valga. Tú a cumplir como Dios manda las leyes naturales o sino me veré obligado a tomar medidas muy drásticas contigo y entre ellas pasa por tenerte levantada más tiempo del que tu quieras. Sí, si. Me refiero a lo de la pastillita azul, esa que tu tanto odias.

Así me gusta, que vayas subiendo, sigue, sigue, ¡si es que cuando quieres!, una regañina, unas caricias y como aumentas de tamaño. Eres era la reina de mi vida.
©Miguel Urda

4/24/2010

Silencio, la etiqueta me hace cosquillas


Perdóname mamá. No sé como ha sido o si yo he tenido algo de culpa. Sabes, me resulta difícil articular palabra y eso que lo intento.

Te voy a decir la verdad: le temía a este momento, encontrarnos frente a frente.

Aquí hace frío mamá, así que abróchate un poco la rebeca negra, no vayas a resfriarte. A partir de ahora tienes que cuidarte un poquito más por ti misma. Me preocupa ese gesto tan serio que tienes. Prefiero verte con algo de expresión, para poder interpretar tus sentimientos, así me das miedo. Solamente escucho tu fuerte respirar. Cuánto silencio hay aquí ¿verdad, mamá?

No sé como me verás, pero noto mi cara algo hinchada ¿Cómo me ves tú, mama? ¿Estoy guapa? La noche en que todo pasó si lo estaba. Me lo dijiste cuando salía de casa: “que guapa vas, Paloma. No vengas más tarde de las doce y ten cuidado, que la noche es más profunda y peligrosa que un abismo” “No te preocupes que lo tendré te respondí”. Siempre fui una niña responsable en todo.

Me gustaría contarte con todo detalle como sucedió, pero no quiero hacerte sufrir más. Bastante tienes con todo lo acontecido en estos días. Por cierto, mamá, he perdido la noción del tiempo ¿cuantos días han pasado? ¿Dos? ¿Tres? Me mata estar a expensas todo el día de la luz artificial de esta habitación.

Yo volvía para casa y no era muy tarde. Me había despedido de mi amiga Lourdes en la esquina, donde siempre lo hacíamos. No le tenía miedo a ese camino, estaba iluminado y nunca había pasado nada. Sí que me sorprendió que una voz familiar dijese mi nombre saliendo de la oscuridad y a esas horas de la noche. Me preocupó más que hubiese pasado algo en casa. Me dijo que no, que no pasaba nada, pero la migraña no le dejaba dormir y que iba a la farmacia de guardia a comprar algún remedio para intentar aplacarla. ¿Por qué no me acompañas y después nos vamos los dos juntos? No tuve porque sospechar de él y no me pareció nada malo acompañarlo, la farmacia no estaba muy lejos. Me fue preguntando si ya salía con algún chico, que no le parecía bien que yo fuese tan reservada, que podía contar con él para lo que quisiese, que le gustaba mucho el corte de pelo que me había hecho para el verano y que esa noche iba especialmente guapa.
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La farmacia a la que fuimos no era la que estaba de guardia miramos cual era la próxima y nos dirigimos a ella. Él continuo hablando sobre mí: de la felicidad que yo emanaba; de lo contento que se había puesto al saber que había aprobado los exámenes de junio. Íbamos tan ensimismados en la conversación que no percibí que nos habíamos desviado de nuestro camino. No vi nada extraño en ningún momento, solo al final, porque todo fue tan de repente. Oye, ¡que por aquí no es le dije! Sí, sí es por aquí. A lo cual me agarró del brazo y me obligo a caminar por donde él decía. Las luces del pueblo habían perdido intensidad. Yo protesté, mamá. Quise volver, dar marcha atrás, pero apretó mi brazo, y con dura voz me dijo: ¡vamos! Estaba muy oscuro y pisábamos tierra y fue todo tan horrible, mamá, que no te voy a contar los detalles de lo que pasó.

Por tus gestos puedo ver que te estarás haciendo reproches por haberte enamorado de un hombre así. Pero no te preocupes, mamá, tú no tienes culpa. Mi juventud no me ha permitido conocerlo muy profundamente, pero por lo poquito que sé y por lo que dicen el amor es ciego. ¿Por qué no me cuentas que pasó después? ¿Al ver que yo no llegaba a casa? Me gustaría saber si lo han encontrado ¿Crees que lo tenía todo planeado? Ahora entiendo muchos de sus comentarios, de sus bonitas, y lo que parecían, espontáneas palabras: eres más linda que el cielo; eres la esencia de mi vida.

Mamá, me gustaría escuchar tu voz. Me impone tu silencio. Por favor, di algo: llora, grita, ríe a carcajadas pero, di algo mamá. Ha sido un golpe muy duro, pero no sé para quién ha sido más doloroso, si para ti o para mí.

Lo prefiero así, mamá. No importa que llores, mamá, no importa. Llora, deja que aflore tu rabia a través de las lágrimas.

¿Qué cosas estarán pasando por tu cabeza, mamá? Tengo curiosidad por saber que pasó después. Pero no creo que ahora estés preparada para contármelo. Quizás cuando veas las cosas con algo más de sosiego, podrás hablame de ello. Ha sido un duro golpe para las dos.

Me gustaría pedirte un último favor, mamá. ¿Podrías mover un poquito la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie izquierdo? Me está haciendo cosquillas.
© Miguel Urda

4/20/2010

Demasiado amor. 2ª parte


Una tarde, su mujer llegó con ganas de discutir, lo supo nada más verla entrar en casa.

- Que si no hacía nada, que si todo el día en el sofá, que por lo menos podía hacer la comida, limpiar un poco la casa, que se estaba cansando de esta situación, que parecía querer más a la televisión que a ella…

-Tienes razón, cariño, tienes razón. Desde mañana preparo yo la comida. –alegó él rápidamente con la idea de que le dejase tranquilo para poder ver el programa homenaje a las víctimas de la intoxicación etílica al haber comprado Orujo en mal estado de las monjitas de la Orden de la Luz.

Inmerso en la pelea de dos protagonistas de Gran Hermano, se le olvidó preparar el almuerzo. Menos mal que el programa de Karlos Arguiñano llegaría en unos minutos y haría la receta de la semana.

Su mujer no quiso comprender que si no había besugos en la nevera, difícilmente podía hacer la receta que había cocinado el fantástico chef vasco. Ella se marchó dando un portazo y sin comer. Él, mientras cambiaba de canal y cómodamente sentado en su sofá terminó, los restos de la pizza de pepperoni de la noche anterior.

El fin de semana fue intenso en discusiones y reproches por parte de su mujer: que si no buscas trabajo, que si no llamas a nadie, que si te podías afeitar, que tienes descuidados a tus amigos, que si el sofá es parte de ti, que la tenía muy cansada y muy harta de la situación; que no le daría ni una oportunidad más…

–Sí, cariño, sí, tienes razón –le dijo él- He estado un poco descuidado, pero, entiéndeme, es la situación. No tengo ganas de nada. Te prometo que el lunes vuelvo a la búsqueda de trabajo.

Y ahí estaba, el lunes, vestido con traje azul impecable, (que tras una intensa exploración en su escaso guardarropa intentaba emular a los modelos del último anuncio que avisaban de la llegada de la primavera), afeitado, duchado y listo para comerse el mundo en la búsqueda de trabajo. Mientras terminaba de pie el café, miró de reojo la pantalla: no se lo podía creer, parecía que le estaba llamando la televisión, pero, no, estaba emitiendo un reportaje sobre el último premio Nobel y su trabajo, basado en el estudio de la homosexualidad en los dinosaurios de la etapa pleistoceno. El sofá lo abrazó, sabía cual era su postura favorita, aunque tenía tanto ensimismamiento con las 625 líneas que no lo apreció.

El viernes noche estaba tan absorto en un interesantísimo programa debate sobre si era necesario modificar la Constitución a causa de la diferencia de estatura entre el Príncipe Felipe y la princesa Letizia que no se dio cuenta que su mujer con maleta en mano, le dijo: “No aguanto más, adiós”.

Al tercer día fue cuando echó a su mujer en falta, lo cual supuso una satisfacción, pues hizo del sofá y la televisión su hábitat natural. Allí ingería la comida que encargaba a todos los tele-algo; el pijama de Snoopy jugando al futbol pasó a formar parte de su piel; el suelo parecía una alfombra hecha a base de latas de cerveza.

A veces notaba que el sofá le acariciaba y la televisión le sonreía. Él llegó a entender lo que era la felicidad.

© Miguel Urda

4/16/2010

Demasiado amor- 1ª parte.

Para José Manuel y Daniel. Nunca uñas "cañitas" dieron tanto de si.

Demasiado amor. (1ª parte)

En casa la noticia de su despido provocó un denso silencio. El fin de semana lo pasó sin pegar ojo, pero no me derrumbare dijo, en voz alta, el lunes por la mañana, al escuchar sobresaltado el sonido del despertador que había olvidado quitar. Ese día lo dedicó a la oficina de desempleo; el martes visitó amigos y conocidos para contarles su situación y darles currículums; el miércoles compró todos los periódicos para leer minuciosamente los anuncios por palabras. Las noches las dedicaba a rellenar formularios en páginas laborales de internet. No se desanimaría fácilmente, eran momentos difíciles, pero, a pesar de traspasar la frontera de los cuarenta y tantos años era un hombre preparado: licenciado en económicas por la Universidad de Soria, tenía dos Másters: uno realizado sobre la trascendencia del Euro en los países del Magreb y otro sobre las pirámides egipcias y su influencia en los mercados bursátiles actuales; poseía conocimientos de inglés y ofimática a nivel usuario y nunca se le habían caído los anillos por trabajar.

A los dos meses de estar desempleado, tras un fallido intento de cópula con su esposa, cansado de dar vueltas en la cama, fue a beber a la cocina y, a su regreso se sentó en el sofá y le dio al botón del encendido del mando a distancia de la televisión. No era muy dado a ella, únicamente las noticias le llamaban la atención. Se quedó hasta los albores del día: no sabía que de madrugada programasen series clásicas y, para colmo, emitían La casa de la pradera, su serie favorita en la adolescencia y, además, en versión original. Un día después, el insomnio le hizo mirar el reloj repetidas veces. Se levantó cinco minutos antes del comienzo del capítulo de esa noche para coger una cerveza de la nevera y unas patatas fritas para amenizar la velada. Amaneció dormido en el sofá.

Como si hubiese estado programado, cada noche se levantaba a la misma hora para ver el episodio de ese día. Los martes y los jueves emitían capítulos dobles y, cuando su esposa acudía a darle los buenos días, él ya tenía memorizado el parte meteorológico de todas las cadenas informando a su mujer del tiempo que haría en las próximas horas.

Nunca pensó que el sofá –motivo de acaloradas discusiones con su esposa en el momento de su compra- fuese tan cómodo. Todo era cuestión de buscarle la postura apropiada. Tumbarse con un poco de giro en ángulo de 45 grados y alternar los pies con subirlos los pies en la mesa y estirarlos sobre el sofá. La televisión no le quedaba de forma directa para su correcta visualización, pero no le pareció necesario cambiarla, así se obligaba a cambiar la posición de vez en cuando.

No sabía que los programas de por las mañanas tuviesen tantos contenidos, temas muy variados y tan entretenidos. Enseguida supo las cremas que utilizaba Isabel Preysler para conservar esa divina juventud. Tomó nota para regalárselas a su mujer el día de su cumpleaños. Cada día en el almuerzo le contaba a su esposa las novedades de la mañana:

– ¿A que tu no sabías que las Infantas van a las rebajas?; ¡Qué increíble! La Reina Sofía ha repetido vestido: el que utilizó en la recepción de los príncipes de Madagascar lo ha vuelto a usar en el almuerzo privado a los vendedores honorarios de Círculo de Lectores; nunca pude llegar a imaginarme que el sueño de Belén Esteban fuese viajar en Globo ¡Qué feliz se la veía con el pelo al viento!; ¡Qué bien ha quedado George Cloony tras su último paso por el quirófano!

La cara de incredulidad y cabreo de su mujer crecía por momentos.

A veces notaba algo de incomodidad en el sofá y, por más que intentaba acomodar los cojines, nada, eran demasiados rígidos. Aprovechó la increíble oferta de tele-tienda y compró cuatro cojines de textura extra suave, de colores vivos y además le regalaron un lote de diecinueve tupperwares resistentes al horno, microondas y al lavavajillas. El pedido no tardó en llegar ni veinticuatro horas. Su mujer lo miró con cara extrañada cuando lo vio y en la discusión posterior parecía poseída, fuera de sus casillas. Él parecía no entender nada de porqué montó en cólera su mujer. Solamente quería ver el programa de declaraciones de amor que estaba a punto de comenzar.

La tarde era el momento ideal para apoyar la cabeza en su nueva adquisición. ¡Qué manera tan intensa de sufrir tenían las protagonistas de las novelas de la sobremesa!, exclamaba en voz alta. Eso refleja la realidad de la calle, del ser humano. Más de una vez se le escapó alguna lágrima con ellos.
CONTINUARA

© Miguel Urda

4/11/2010

PROTESTAS

Lo sabía, pero es como esas cosas que ves que no son como crees que son y les das otra oportunidad para comprobar que realmente no te estas equivocando.

Y así fue. Primero pasó cuando redacté una carta quejándome al presidente de la comunidad por el ruido de los bajantes. Tuve que reescribirla tres veces para que dijese exactamente lo que yo quería expresar.

La siguiente vez me ocurrió con un e-mail donde ponía verde al banco y le reclamaba una comisión que me había cobrado. Cuando terminé de redactarlo aquel no era el e-mail que yo quería escribir, que mis dedos estaban tecleando. Desistí reclamar los cinco euros de comisión.

La tercera vez fui totalmente consciente de ello el teclado escribía a su antojo. Intentaba escribir un e-mail de protesta al defensor del espectador. El teclado vomitaba palabras que no salían de mis dedos. Estaba a favor de los programas del corazón. No mandé mi queja.

Hice una prueba con un amigo. Le dije que escribiese algo desde mi teclado. Escribió lo que quiso.
El teclado era mi enemigo.

Volví a intentarlo, un e-mail protesta a la Comisión Europea del Ahorro Energético sobre los trastornos que provoca el cambio de hora. El teclado escribía todo lo contrario. Daba las gracias por tener una hora más de luz al día. Cerré el ordenador de un golpe y todo furioso.

Estuve sin abrir el ordenador varios días, había veces que lo miraba de reojo para ver si había algo extraño en él. Desenchufé el teclado, le quite el polvo, lo miré detenidamente, exteriormente todo era igual que siempre. Le dije algunas palabras cariñosas incluso lo acaricie.

Volví a la carga de nuevo.

En un e-mail protesta colectivo a todas las ONG para protestar sobre la evidencia del cambio climático el teclado volvió a hacer de las suyas. Daba datos para promover causas que incentivasen dicho cambio.

En un ataque de desesperación probé a escribir de forma contraria, a escribir lo que yo no quería escribir. Y así comencé a redactar un e-mail donde mostraba mi conformidad con el incremento de la comida rápida en los colegios. El teclado me daba la razón.

Grité de rabia, de impotencia,... tiré del cable que lo amamantaba de la placa base. Lo golpeé con la mesa, lo pisé, lloré.

Decidí comprar un teclado nuevo, sin dilación alguna. Envolví el antiguo en tres bolsas de basura negras y lo deposité en el correspondiente contenedor.

El nuevo teclado parecía ir a las mil maravillas. Redacté un montón de correos pendientes que tenía. La pesadilla parecía haber acabado.

Al día siguiente recibí un e-mail que decía “no te librarás tan fácilmente de mí”.

© Miguel Urda

4/06/2010

Pacífico


Hallar una novela en el mercado editorial que entretenga es fácil pero que te haga soltar la lectura para detener las emociones que de ella emanan es difícil de encontrar. El libro en cuestión se llama “Pacífico”, y el autor es José Antonio Garriga Vela.

Es una novela ciento setenta y cuatro páginas plagada de sensaciones y que presenta personajes (tanto principales como secundarios) construidos de manera intimista, totalmente reales y reconocibles en un nuestro entorno cotidiano. Su lectura es fácil en el sentido de que permite acabarla sin apenas necesitar hacer ningún alto en el proceso degustativo de leerla; pero no por ello deja ser una obra maestra, favorecida y difundida por los eficaces los comentarios que el boca a boca provoca.

A pesar de su brevedad, es una prosa con una intensidad narrativa sorprendente, exquisita, cuidada y elaborada al milímetro. De hecho, el autor ha tardado siete años en escribir esta novela. Una trama perfectamente hilvanada donde a veces se nos muestra a los personajes como actores de una obra de teatro dentro de una novela, con ambientes cerrados en los que domina el azar, elemento determinante en la vida de los protagonistas y de la familia en si.

El propio nombre de la novela, Pacífico, aunque sugiere múltiples interpretaciones, marca desde el comienzo el camino por el que discurre la narración. Pacífica es la forma de ser del protagonista de la historia. Te adentras en la trama de forma pacífica, sin darte cuenta, y no podrás salir de ella hasta terminar de leer la última página.

Con el paso del tiempo, los best-sellers pasan al olvido, tienen un ciclo de vida que normalmente es corto, pero esta novela queda muy lejos de ser uno de esos, pues le ocurrirá todo lo contrario: aunque lleva dos años ya en el mercado, acaba de comenzar su exitosa carrera literaria. Pacífico pertenece a esa clase de novelas que poco a poco van adquiriendo más importancia en la biblioteca de todo exquisito lector. De hecho, es una novela a la que le ha concedido el premio Dulce Chacón de 2009, que, para quién no lo sepa, es un premio que se concede a la mejor novela del año y al que no pueden presentarse los escritores, sino que se otorga a un autor concreto por una novela determinada.

Por último, debo decir que el final de la obra me impresionó por su fuerte y sorprendente desenlace. Y, a mi modo de ver, este aspecto quizás es lo que le resta algo de importancia al propio trabajo narrativo, quedando siempre el sabor del final, desmereciendo un poco la cuidada prosa.

Aun así, debo decir que no dudaré en comprar la próxima novela de José Antonio Garriga Vela.

Enhorabuena por este excelente trabajo narrativo.
© Miguel Urda

4/04/2010

Rayas de Colores -2ª Parte-



—De acuerdo –dice el médico —me parece muy bien.
—Todo lo que dicen esos papeles es mentira –dice el enfermo, señalando con la cabeza una carpeta de color marrón que tiene el médico en la mesa en la parte izquierda.
—Pero yo no lo sé. ¿Quiere contarme por qué es mentira? –pregunta el médico.
— ¿Qué le cuente qué? ¿Qué todo es mentira? ¿Qué ustedes con escribir tres parrafadas dicen que estoy loco? Locos están ustedes.
El médico, con un bolígrafo Bic de color negro, comienza a anotar en el folio, separado por guiones: ‘Violencia verbal’, ‘Desconfianza’…
—Si, están locos ustedes –continúa diciendo el enfermo. —Esta sociedad esta loca. De nunca me han gustado los maricones, son gente que no merecen vivir.
—¿Por qué no merecen vivir? —pregunta el doctor.
— Porque son maricones. A todos tenían que meterle un palo por….
>> Qué hijo de puta, no ha cambiado un ápice. Sigue siendo el mismo de cuando tenía diez años, cuando en clase me proponía pinchar las ruedas del coche del maestro de sociales, que presentaba rasgos afeminados. Se burlaba de él llamándole “Mariquita Pérez” cuando éste le preguntaba en clase si había hecho los ejercicios o se sabía la lección. Suena con tanta nitidez el pasado que ya creía tenerlo olvidado. Siempre me pregunté el porqué de tanto odio hacia ese colectivo. Siempre la palabra “maricón” en tu boca.>>
— ¿Y por qué los acosa? ¿Se meten ellos con usted? —pregunta el médico intentando controlar la voz.
—No merecen vivir. Son la escoria de esta sociedad.
El médico continúa escribiendo en los folios, ha dado la vuelta al primer folio: rasgos de homofobia marcados desde una edad bien temprana.
—¿Desde cuándo cree que no merecen la pena vivir los homosexuales? –le pregunta el médico.
—Desde siempre. Nunca han tenido que existir.
— ¿Cuál es el motivo por el que no deben existir? —le dice el médico, mirándole a la cara fijamente.
El paciente no contesta. Gira la cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda, pero vuelve a fijar la mirada en el médico.
—Yo conocí a un Jesús Figueroa en el colegio —comienza a decir el enfermo—, ¿sabe? Éramos vecinos. Él llegó al pueblo en Navidad, su padre era Guardia Civil y fue destinado allí, un maldito pueblo que ni siquiera tiene importancia para aparecer en los mapas. Hacía mucho frío cuando llegó y del autobús de línea solo se bajaron ellos cuatro: sus padres, su hermana y él, con una maleta cada uno en la mano. Hice amistad enseguida con el niño. Teníamos la misma edad, era aplicado. A pesar de estar el curso comenzado, enseguida cogió el ritmo de las clases. Le sentaron junto a mí, compartíamos el mismo pupitre.
El médico no dice nada, deja que hable el paciente.
—Vivimos muchas cosas, ¿sabe usted, doctor? —le advierte el paciente—.También hicimos muchas guarradas. ¿Sabe? Después de comer, en verano, cuando todo el mundo dormía la siesta y el calor era insoportable, nos íbamos al campo del Blas, que tenía una casa derrumbada, y allí nos tocábamos la polla. Entonces no la conocíamos como tal, entonces era pilila. Las dos eran muy chiquititas, aunque la de él era mayor que la mía. Un día me obligó a que se la chupase. Me dijo: ‘’chupa, chupa, que está muy rica’’. Y yo agaché la cabeza, y comencé a chupársela. La verdad es que no le encontré sabor, solo noté que le crecía un poco más.
— ¿Y por eso hoy odia a los homosexuales? —le pregunta el médico.
—No, por eso no. Eso fueron mariconadas de niños, juegos sin maldad. ¿Usted no ha jugado a los médicos de pequeño? Sí, sí que jugó y además le debió de gustar, si no, no vestiría una bata blanca hoy.
— ¿Entonces cuál es el motivo? —pregunta el médico.
— ¡A usted se lo voy a decir yo! —responde Matías. —No estoy loco, aunque ustedes crean que sí. El doctor mira fijamente a Matías. Se hace un silencio en la sala que el paciente rompe.
—Me ha caído usted bien doctor. ¿Ha muerto el otro?, porque parecía a punto de estirar la pata.
—Para serle franco, desconozco qué le ha pasado a mi antecesor –responde el médico.
— ¿Sabe usted, doctor? A veces creo que estoy loco. ¿Quiere saber por qué?
—Pues sí —contesta el médico.
—Porque mi amigo de la infancia tenía la misma costumbre que usted. Llevar calcetines de rayas de colores, y cuando le he visto me he preguntado: ¿será este doctor el maricón del Jesús Figueroa?

© Miguel Urda

4/01/2010

Mi afición desmedida por lo inútil.


Casi toda mi vida he escrito pero nunca a nivel profesional, en serio o de forma continuada. Este blog me hizo encauzar un poco un compromiso con los lectores y seguidores, pero no sería hasta el verano pasado, cuando me apunté a un Taller Literario, donde mis ideas han ido tomando orden así como el aprender muchas otras cosas que plasmo en los relatos que últimamente estoy escribiendo.

Para este taller hubo que escribir ocho relatos en unos doce días más o menos, es decir, había que escribir un relato en un día y medio. El objetivo lo cumplí, tengo mis ochos relatos terminados. Con mayor o menor calidad, consistencia narrativa o argumental pero están ahí. Fue un reto muy grande y ahora veo los frutos, la publicación de un relato en un libro, Mi afición desmedida por lo inútil, junto a mis compañeros de cursillo. Mi relato se llama Rayas de Colores.
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Cuando he leído el relato en el libro le he encontrado miles de fallos y muchas cosas que no me gustan: punto de vista, narrador, tema,… pero los relatos están escritos bajo las pautas marcadas de un taller literario. Y lo hecho, hecho está, quizás lo veo ahora todo de forma diferente por los conocimientos narrativos que he ido adquiriendo durante este tiempo. Pero a la vez que le he visto tantos errores me llena de satisfacción ver que ese relato ha salido de mi cabecita loca (a veces me sorprende mi propia coherencia). Quiero agradecer a mis cobayas. sufridores literarios, quienes aguantaron mis primeros borradores, mis lecturas, mis dudas, mis miedos y me ofrecieron toda su colaboración.
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Aún no consigo acostumbrarme a ver mi nombre y apellido en un libro. Un libro con deposito legal e ISBN lo que significa que la Biblioteca Nacional tiene dos ejemplares y cualquier persona puede ir a leerlo. Me llena de ilusión saber que un lector anónimo va a leer una historia inventada por mí en cualquier lugar. Esto me anima a seguir esforzándome por crear historias –la verdad que muchas veces vienen por sí solas- , a no tenerle miedo al folio en blanco, a disfrutar escribiendo, a sufrir escribiendo –esto último es posible que solo lo entiendan las personas que le guste escribir-, a seguir y seguir escribiendo.

El libro es una colaboración o acuerdo entre la Universidad de Sevilla, La Junta de Andalucía y el Ateneo de Málaga. Lo ha publicado la editorial Padilla Libros. Sólo esta en librerías bajo petición. Y como creo que debo mucho a los lectores de los papeles olvidados lo vuelco el relato aquí para que lo disfrutéis, como yo lo he hecho escribiendo.

Espero que os guste.
© Miguel Urda


RAYAS DE COLORES

-1ª parte-
El doctor Jesús Figueroa comienza a anotar en un folio, en cuya parte superior derecha puede leerse el membrete “Clínica Psiquiátrica El bienestar”, la fecha con una caligrafía inclinada y algo ilegible. En el renglón inferior y en el mismo margen escribe la hora: 10.05 a.m.
Previamente ha estado leyendo el informe psicológico y psiquiátrico de Matías Martínez Montero. Se le ha diagnosticado un trastorno obsesivo compulsivo con tendencia a la fobia social ─o a padecerla─ así como homofobia.
El doctor Figueroa aparenta tener poco más de treinta años. Debajo de su bata blanca asoman unos pantalones vaqueros desgastados por muchos lavados y algo cortos que dejan entrever unos llamativos calcetines con rayas de colores (rosa, azul, rojo, morado y blanco) y unos zapatos náuticos de invierno. No parece llevar camisa, aunque se le transparenta una camiseta interior de tirantes y algún rizo del pelo rebelde del pecho sobresale por el pico de la bata.
La consulta donde se encuentra no es muy grande, tiene alicatada las cuatro paredes con azulejos cuadrados de color blanco. Pocos muebles la habitan: un aparador de cristal sin medicamento alguno, una camilla de color negro cuyo skay roído deja al descubierto unos pequeños jirones de goma espuma; una mesa de escritorio donde ningún utensilio de escritura reposa en ella, excepto los papeles que el médico ha llevado; y dos sillones de color negro gastados por el paso del tiempo. No hay ventanas, solo una despiadada luz eléctrica y un obsoleto aparato de calefacción, con un intermitente y constante ronroneo que indica que está en funcionamiento.
Se oye golpear la puerta levemente por unos nudillos y, sin escuchar un “adelante”, se abre. Entran dos enfermeros uniformados con bata blanca, uno de ellos lleva unos zuecos de goma del mismo color que la bata; y el otro, unas zapatillas de deporte de color negro. Acompañan al enfermo llevándolo cogido cada uno por un brazo. Lo sientan en el sillón delante del doctor y le sujetan los brazos al reposabrazos del sillón con algo parecido a una venda.
—Aquí se lo dejamos, doctor —dice uno de ellos, ya casi en la puerta—. Si necesita algo, toque el timbre que tiene ahí —dice señalando la parte derecha de la mesa.
El médico asiente con la cabeza.
—De acuerdo, gracias —les responde.
El enfermo aparenta haberle añadido tiempo de más a su vida. Físicamente aparenta tener unos cuarenta y tantos años, aunque en su informe dice tener treinta y cinco años. Un metro setenta de estatura, complexión delgada, piel blanquecina, ojos hundidos, barba sin afeitar de unos cuantos días, lo que contrasta con su cabeza, completamente afeitada. Viste con chándal, aunque las piezas no coordinan entre sí; la parte inferior es de color azul marino y de marca Adidas, mientras que la parte superior es de color rojo y tiene un puma dibujado en la pechera; en los pies lleva unas zapatillas de estilo indio, con piel por dentro que sobresale por los bordes.
—Usted no es el médico de siempre —dice el enfermo.
—No, en efecto. Soy el nuevo médico. A partir de ahora seré yo quien le atienda. Me llamo Jesús Figueroa.
Continuará
© Miguel Urda