11/08/2012

Frente a la estación central


Faltaban cinco minutos para las ocho pero ya estaba allí, en el lugar que ella le había indicado. No, no estaba nervioso, o intentaba reflejarlo. Era invierno pero el sudor le corría por la frente. Sería por el exceso de abrigo, se dijo.

Cuatro minutos para la hora de la cita y no la veía aparecer, ni siquiera distinguía una figura humana en la oscura y desierta lejanía. Cotejó, de nuevo, que el reloj de la muñeca y del teléfono móvil estuviesen sincronizados. Dos minutos para las ocho y a pesar del intenso frío del mes febrero tenía el cuerpo empapado en sudor. No quería pensar en la cita, pero era algo imposible de apartar de su cabeza.

Las campanas comenzaron a dar las ocho y compitiendo en agudeza visual sobre que reloj mirar primero para comprobar la exactitud de la hora, sus ojos se inclinaron por los dígitos que marcaban el aparato telefónico. Cuando sonó la octava campanada ya había comprobado por tres veces que ambos instrumentos marcaban la misma hora, sin diferencia alguna de segundo.

Ocho y un minuto. Ya llega tarde aunque sólo son sesenta segundos, pero ya pasa de la hora indicada. Seguía sin distinguir la aparición de persona alguna. Volvió a mirar el reloj. Dos minutos pasaban de la hora a la que le citó. Un coche se acerca, se detiene delante de él, lo conduce un hombre, le acompaña una chica joven, no consigue verla bien, pero es ella, el pelo largo y lleva una bufanda roja, el indicativo de que es la chica con quién ha quedado. El corazón comienza a tomar velocidad, a latir a un ritmo muy apresurado. Intenta tragar saliva pero su garganta está seca. Se abre el coche, la joven mujer se despide con un beso de su conductor. Suda, tiene las manos y la frente transpiradas; la chica es más baja de lo que él esperaba. Va a decirle su nombre, ella ni siquiera se da cuenta de él, solo comprueba el reloj y comienza andar con paso ligero hacia el interior del edificio.

El corazón vuelve, tímidamente, a su lugar.

Ocho y tres minutos. Ninguna silueta se percibe en los alrededores más próximos a él. Tres minutos, son sólo tres minutos de retraso. Comprueba el reloj de muñeca y después el nudo de la corbata roja, que ella le ha dicho que lleve puesta. El reloj digital marca las ocho y cuatro. Un corto paseo de diez pasos para intentar apaciguar el nerviosismo. Busca un ruido, un gesto, algo que le diga que alguien se aproxima pero nada, ni por la derecha ni por la izquierda. La plaza está ocupada por la fría soledad de una noche invernal.

Piensa si es el sitio que ella le había dicho. Relee el SMS le había enviado esa mañana: “a las ocho frente a la Estación Central”.

Ocho y cinco minutos. Cinco minutos puede considerarse como un retraso bastante considerable. El dígito cambia a seis mientras mira el aparato. Un ruido, un ruido conocido suena dentro de su nerviosismo, proviene del teléfono móvil. Un nuevo SMS.

Un intenso escalofrío había recorrido su cuerpo cuando termino de leerlo.


© Miguel Urda

Imagen Google

10/02/2012

Las historias secretas que Hopper pintó







Que dos vertientes culturales, como son pintura y escritura, se den la mano es algo común y repetido infinidad de veces a lo largo de la historia. El caso de Las historias secretas que Hopper pintó (Icaria editorial) no va a ser menos. Es un libro basado en una serie de relatos donde la autora, Erika Bornay, nos deleita con diecinueve relatos inspirados en cuadros de este pintor estadounidense.
Hay quien dice que es fácil hablar −criticar, opinar, disertar...− sobre un cuadro, pero adentrarse en el mundo de un lienzo, y aún más, en la hierática atmósfera que Hopper consigue transmitir en sus cuadros, no es fácil. Pintar un cuadro es contar, es narrar,... es la parte diseccionada de esa historia que el pintor quiere mostrarnos y en cierta medida hacernos cómplices de ellas. Para este libro la autora ha tenido que adentrarse más allá del propio cuadro, ha tenido que inventarse diecinueve historias, mimetizarse y darle coherencia a texto y cuadro, para que no desentonen.
Relatos que comprenden desde una historia de amor femenina, hasta el asesinato de un marido, pasando por un padre incapaz de demostrar su afecto hacia su hijo, la soledad
El libro se lee sin dilación ninguna, con una lectura fácil, amena y agradable para el lector.
La autora ha conseguido que como lector me acerque al papel, al hecho, el motivo, a la secuencia de cada cuadro y por lo tanto a cada historia. Como lector inquieto y curioso me ha llevado a preguntarme ¿cómo ha sido la trama?, ¿la elaboración de cada relato?, ¿cómo ha inventado esa historia para ese relato? ¿que le ha llevado a asociar tal dibujo a una muerte, a un desencanto, a una traición...? ¿como ha inventado esa historia? ¿qué parámetros han sido los decisivos para aplicar esa historia a tal cuadro? ¿por qué esos cuadros?.. por que. ese trabajo, que el lector no lo percibe existe, se lo puedo asegurar.
Erika Bornay, profesora de Arte de la Universidad de Barcelona, nunca llegará a la categoría de autora de relatos como Roth, Aldecoa, Millas o Munro,.... Tiene publicados varios ensayos y la novela Los diarios de Fiona Courtauld. Este es su primer libro de relatos. Y ha conseguido que sea un un libro totalmente recomendable, para introducirte sin dilación alguna en el mundo de Edward Hopper y en la realidad estática del preciso instante de lo que el artista quería retransmitir. Estoy convencido que si Hopper leyese el libro, estaría totalmente de acuerdo con las historias que Erika Bornay ha creado para hacer la simbiosis con sus cuadros.
Un gran trabajo, para un buen libro que gracias a la exposición de Hopper del Museo Thyssen Bornemiza en Madrid, ha vuelto ver la luz en las librerías.

© Miguel Urda

9/23/2012

FABIA




En un rincón del ropero, semiocultos entre jerséis arrebujados y desechados encontré los patines de acero y velocidad muda. Mi madre me los había escondido cuando suspendí las matemáticas en el último curso del ciclo superior. El berrinche me duró varios días, aunque ella me dijo que la culpa de que no los disfrutase la tenía yo. «Haber dedicado más tiempo a las matemáticas», me espetó. Entonces, cogía aire e impulso para gritarle que las matemáticas no me gustaban, que odiaba los cosenos, las tangentes, los números primos y que, sobre todo, odiaba, odiaba y odiaba a la señorita Hortensia. Le decía que me vengaría de ella, que jamás tocaría los números… Pero la fuerza se me iba en la expulsión del aire, agachaba la cabeza y me dirigía al jardín a buscar saltamontes y salamanquesas para apagar mi ira con ellos.
¿Cuánto tiempo han estado los patines escondidos tras los jerséis de mi madre? Los cogí con cuidado, como si fuesen algo muy frágil y que el tiempo pudiera resquebrajar. Los observé detenidamente. Tenían cuatro ruedas rojas con un mínimo desgaste, incluso podía percibir el olor a nuevo. De repente, me vino a la cabeza el precio que me costaron, fueron dos mil quinientas pesetas de la época. Estuve ahorrando desde las Navidades hasta mi cumpleaños, en mayo, para poder comprármelos. Los usé muy poco tiempo.
Casi veinte años han estado ocultos. Comencé a hacer cálculos sobre el tiempo pasado sin ellos cuando escucho la voz de Aurora subiendo las escaleras.
-¿Dónde estás, cariño?
Sin saber muy bien por qué y como si fuese un delito o algo prohibido, escondí los patines rápidamente para que no los viera.
Cuando llega, me da un beso y un leve pellizco en el moflete derecho. «Todo lo que se pudo hacer se hizo», me dice con una voz entre lastimosa y apenada. Asiento con un gesto automático. Me molesta su presencia. Me apetece quedarme solo de nuevo.
—Estoy bien, cariño, solo un poco confuso, pero estoy bien, no te preocupes —le digo mientras la abrazo, como si quisiera reconfortarla más a ella que a mí.
—Está anocheciendo —responde mi mujer—. Será mejor que nos vayamos o encontraremos caravana para entrar en la ciudad.
—Déjame cinco minutos más, por favor, y nos vamos.
Sin responder, ella sale de la habitación, que va ganando en penumbra.
Vuelvo a sacar los patines de su escondite. ¿Por qué nunca los tocó mi madre? ¿Por qué no me los devolvió? ¿Por qué me olvidé tan pronto de su existencia?
Me los pruebo por encima, los pongo al lado del zapato derecho. Mis pies ahora son más grandes que los patines. Busco el número de pie que calzaba en mi adolescencia, la escasa luz no me deja descubrirlo. Ahora los fabrican de forma diferente, van con las ruedas en el centro porque dicen que soportan mejor el equilibrio. Más modernidad, más avances para conseguir desplazarse a velocidad por las calles sintiendo el aire en el rostro. La pregunta de por qué los abandone tan pronto continúa girando en mi cabeza. Una palabra y un sonriente rostro adolescente italiano aparece en mi memoria: Fabia. Fue un verano lleno de descubrimientos.
Mi mujer grita desde abajo: «Voy a poner el coche en marcha».
Vuelvo a esconder los patines en el mismo sitio. «Mañana vendré a buscarlos», pienso. Mientras, un nombre ronda por mi cabeza: Fabia.


© Miguel Urda

9/17/2012

El libro perfecto



Sí, querido lector, el libro que usted tiene en sus manos es el libro que siempre quiso leer. Acaso se preguntará si es una tomadura de pelo, pero ¿ha visto usted que este humilde crítico literario le haya engañado alguna vez? ¿Cuántos años llevo recomendando libros en este periódico? Incluso puedo decirle que me ofende si duda de mi palabra, por lo que le pido que si hay un mínimo asomo de ello, cierre el periódico y diríjase a otros menesteres. Profundamente se lo agradeceré. 

Es un libro novedoso, que provoca algo de desconfianza la primera vez que lo coge en sus manos. A mí me pasó, pero conforme lo fui entendiendo vi que es una verdadera obra de arte ¿que por qué una obra de arte? ¿Acaso no ha soñado usted con el libro perfecto, con su historia deseada? Y aquí lo tiene: un libro en blanco, para que imagine la historia que usted quiere leer. No, no me miré así, no estoy loco. Sé muy bien lo que me digo, es un libro para cualquier lector. El que todo autor desearía escribir.

¿Se imagina comprar un libro de cincuenta, setenta, cien o doscientas veinte páginas, todas ellas en blanco, dónde el lector puede pensar el final para aquella historia que no le gusto? Sí, ya sé lo que están pensando. No, no me he vuelto loco y claramente veo lo que se está preguntando ¿cómo voy a leer un libro en blanco? Pero la respuesta la tiene usted mismo, siga el mismo ritual de siempre para degustar un libro, cójanlo con cuidado, con cariño, con mimo, refúgiese en su lugar favorito de lectura, tome aire y dispónganse a devorar el mundo de la literatura con una fantasía impoluta. Porque usted no es persona de falso baladí, le avala un pedigrí literario de alto nivel. Si hoy me está leyendo y no es por azar, seguro, seguro que tiene una extensa biblioteca, e insisto de nuevo ¿cuantas veces le he defraudado? Dígamelo, por favor, levante la cabeza del periódico y dígamelo. Así me gusta, que sea sincero. Ninguna. 

Le voy a poner un ejemplo para que sepa lo que puede dar el libro de si. Debo remitirme de forma obligada a la obra maestra de la literatura hispánica, eso es, a las aventuras de Don Alonso Quijano. ¡Qué pena que el pobre hombre no pueda nunca mostrar su amor real a Dulcinea del Toboso! Piense, querido lector, piense. Dedíquese dos minutos a pensar y modifique la historia a su antojo. Imagine que Sancho Panza es Cupido disfrazado. Le mandan para hacer posible la historia de amor entre Don Quijote y Dulcinea. ¿Percibe usted la imagen de ellos delante de un altar, siendo felices y –permítame la broma- comiendo perdices...? La historia modificada a su antojo. Cómo usted guste, exigente lector.
¿Se siente más cómodo ahora? ¿Ve lo que quiero indicarle? Lea el libro que usted quiera y como quiera. No hablemos de precio, por favor, es de mala educación hablar de dinero, pero el precio es económico, conforme el tamaño y grosor del libro que desee. Además los hay para todas las ocasiones.

El libro perfecto para cualquier regalo, segur
o que nunca le dirán, “ya lo leí” “no es mi estilo literario”, “a mi este autor como que no”... Perdone que insista querido lector, es el libro perfecto, el libro en blanco, en cartoné o pastas duras, en tamaño bolsillo o edición normal.
 
¿Que les voy a decir del autor? ¿Del inventor de esa magnifica obra de arte? No me entretengo en leer memeces sobre sobre lo que dicen de mí porque ya sabía yo que algún día esto tendría que suceder... Sé que soy un genio, ustedes me lo llevan demostrando muchos años. Olviden a quienes dicen que soy un oportunista publicando un libro en blanco. Porque ustedes, solo ustedes queridos lectores, saben que llevo razón. 


© Miguel Urda


9/03/2012

Cuando llegué, mamá ya estaba alli



Estaba masturbándome, con una película porno de la televisión local, cuando me llegó un sms a mi móvil. La curiosidad pudo más que mi excitación sexual. El texto era conciso “le comunicamos que Cecilia Martínez Pimentel ha fallecido a las 23 horas y 58 minutos. Póngase en contacto con nosotros al siguiente número para los trámites necesarios”.

Por fin, mamá había muerto.

Mostré mi inmensa alegría con un profundo suspiro, a pesar de que con lo ocurrido me bajase la erección por completo y me hubiese fastidiado mi paja nocturna.

Llamé al teléfono indicado. Asentí a todo lo que me dijo la voz, como si aquella conversación fuese ajena a mí. Cuando colgué me di cuenta de que no sentía pena, no había llorado, ni tenía ganas de llorar.

Me duché sin prisas, me vestí con el pantalón y la camisa negra que tenía preparados para la ocasión. A pesar de ser principios de junio la noche era bastante calurosa.

En el ascensor me di cuenta que ahora comenzaba una nueva vida. Mi propia vida. Anduve unos cuantos pasos por la calle cuando decidí volver a casa, necesitaba mostrar mi alegría de alguna forma en esta situación y sólo era posible hacerlo interiormente. Me acordé de los calzoncillos rojos de fin de año. No los encontré en el cajón de la ropa interior, ni de los calcetines ni en el de las camisetas, no estaba por ningún lado; rebusqué en el cesto de la ropa sucia, ahí estaban, casi en el fondo. No recuerdo cuando fue la última vez que me los puse. Los olí, estaban sucios pero los calzoncillos de un día no desprenden mucho olor. Me quité los pantalones y la ropa interior, también negra, me coloqué los slips rojos y de nuevo los pantalones. Era una forma de engañar al luto.

El taxista no tuvo mucho problema de tráfico en la madrugada para llevarme al tanatorio. Cuando llegué, mamá ya estaba allí. Siempre era la primera en todo, incluso hasta en la muerte. Mamá tenía el mismo rostro agrio de siempre, solamente se la veía un poco más delgada tras el cristal. Me acordé de los calzoncillos rojos, y en ese momento me entró un golpe de culpabilidad: estaba delante de mamá con unos calzoncillos sucios, y sin sentir un ápice de dolor.

Pensé que debía comunicarle su fallecimiento a alguien, pero ¿a quién llamar?, ¿a quién debía decirle que mamá había muerto? No tenía a nadie, sólo la tía Puri en el pueblo, pero eran las 4:47 horas, por lo que preferí esperar a una hora prudente, pero para la muerte ninguna hora es buena. También llamaría a mi compañera de trabajo, aunque igual le fastidiaba el domingo.

Debía de estar triste, mostrar pena, pero no podía, siempre he sido muy mal actor.

Al entierro vino más gente de la que yo esperaba. Todos los compañeros de trabajo más cercanos. La vecina, (que me llamó a primera hora de la mañana pues según me dijo me vio salir con el gesto muy preocupado en la madrugada), y varias más cuyo nombre desconozco o me es difícil recordar en estos momentos.

¿Cuántos besos al aire habré dado y recibido en estas horas?, ¿y abrazos?, ¿y palabras de consuelo? Yo solo tenía en mente una cosa, el olor que podría desprender mis calzoncillos rojos y cada vez que daba o recibía un beso lo pensaba; el abrazo implicaba un acercamiento aun mayor, lo que producía más posibilidades de que detectaran un olor extraño en mí.

Durante todo el día no sentí pena por mamá. Me preocupaba el olor de mis calconzillos. Era la primera vez que hacía algo y mamá no podía opinar, ni meterse conmigo, ni echármelo en cara.

No probé bocado desde que cene la noche anterior. Alguien me trajo un termo con caldo, estaba bueno, era un caldo casero como el de toda la vida. Pensé que los fabricantes de caldo en tetrabrik deberían investigar mucho más para conseguir acercar un poco más sus productos al tradicional. Me regañé a mí mismo, como podía estar pensando en cosas en así en lugar de pensar en la muerte de mamá.

Tía Puri no ha podido venir. Sus 82 años se lo han impedido. Me ha sido muy difícil comunicarle la noticia de mamá, cada vez está más sorda. Creo que tampoco ha sentido la muerte de mamá.

Después de comer vino mi jefe con su joven y nueva esposa. El olor a vino que desprendía podía camuflarse con el olor que podían desprender mis calzoncillos. Aparentaba más pena que yo a pesar de no conocer a mamá. Es un buen actor.

El final del velatorio ha sido muy rápido. Parecía una obra de teatro, el cura, el sepulturero, las flores como decorado... todos hacían su papel a la perfección en la función de las siete de la tarde.

Volví solo a casa. Mi compañera quiso llevarme pero le dije que no, que necesitaba la soledad de ese instante. En realidad desde ese momento es cuando estaba completamente solo en la vida.

Nada más llegar me quité la camisa, los pantalones y los calcetines. Me resistía a quitarme los calzoncillos, siento que el rojo es la llave de la puerta de mi nueva vida.


Miguel Urda

8/27/2012

Dudas. Crisis. Evolución.





Hablo con mi amiga V. y está en crisis; hablo con mi amigo R. y está en crisis; hablo con mi amigo K. y está en crisis. Todo lo que me rodea está en crisis. Me queda por preguntarme: ¿Yo estoy en crisis? La primera cuestión me viene asociada con este tema y la situación actual que estamos viviendo: ¿Estamos en crisis por la crisis actual o esta crisis es inherente a la situación económica que vive el país?

He hablado con ellos el mismo día de forma separada y casi todos coincidimos en un mismo punto: le tenemos miedo al futuro, aunque creo que la palabra miedo soporta mucho lastre tomando como mejor definición la de respeto a lo que nos conlleva el futuro. La duda de lo que nos espera nos provoca incertidumbre, miedos, respeto..., y muchas veces paraliza cualquier tipo de acción, pero ¿no es necesario sentir alguno de esos síntomas para poder evolucionar? Aunque no siempre la palabra futuro va asociada con evolucionar. Se evoluciona cuando se quiere, se tiene intención, cuando se desea.

Las conversaciones con mis amigos me obligan a plantearme y reflexionar si yo también estoy en crisis y a su vez sobre las cuatro juntas, es decir las de mis amigos y la mía. ¿Qué nos lleva a entrar en crisis? Cada uno tiene un situación personal diferente y podemos decir que estaríamos acomodados si no hubiese algo en nuestro interior que nos llevase a preguntarnos algo más.

No quiero entrar a cuestionar o hablar sobre las crisis de mis colegas en este caso y, como esto es primera persona, prefiero hablar de la mía.

A estas alturas de la reflexión, doy por hecho que estoy en crisis. ¿Cómo defino que es mi crisis? ¿Existe alguna tipología para definir las crisis, los tipos de crisis personales? Es en estos momentos cuando echo de menos no tener esa cantidad de amigos ingentes para acudir a uno que sea psicólogo o definidor de cosas y preguntarle esto, así que me quedo con la duda sobre el tipo de crisis que tengo y opto por decir que mi crisis no es definitoria, que no estoy en la crisis de los cuarenta, ni en la crisis de que tengo más barriga o en la crisis de que quiero un todoterreno para demostrar mi valentía ante el vecino de enfrente o conductor dominguero, sino que estoy en crisis porque quiero evolucionar, porque soy culo inquieto, porque no estoy cómodo en la comodidad del día a día que tengo desde hace un lustro.

En un mes y medio más o menos mi vida cambiará (aún es pronto para decir algo sobre los cambios que se aproximán, pero en su momento se dirán). Yo soy quien ha buscado el cambio y no le tengo miedo a ese cambio, sino todo lo contrario: voy con ilusión. Durante mucho tiempo había pensado que los giros de 360º otorgaban un giro por completo a tu vida, pero la experiencia me demostró que no es así, que te hace llegar al mismo punto de partida. Los cambios mejores son los de 180º, los que te dejan en la mitad, o incluso los de 350º me atrevería a decir, pero nunca volver al mismo punto de inicio.

Releo los párrafos escritos y veo que en casi todos hay interrogantes. ¿Son los interrogantes sinónimos o producto de las crisis? ¿Nos ayudan a salir de la crisis personal? ¿Conseguimos encontrar respuesta para todos? ¿Qué pasa cuando una persona no se cuestiona nada? ¿Está muerta? Hay muertos en vida. He visto personas que no tenían ganas de vivir por y para nada y a otros, sin embargo, que la vida se le hacía corta. La vida es dura, incluso me atrevería a decir que jodida -perdón por la palabra- y cada vez parece que vamos subiendo escalones de complejidad y dificultad para nuestros futuros. ¿Cómo será la vida de nuestros futuros?

Hay un estudio de la Universidad de Chicago que dice que todo ser humano pasa por un promedio de cinco depresiones a lo largo de su vida. ¿Por qué un ser humano entra en depresión? ¿Depresión es igual a crisis? Son conceptos que parecen ir cogidos de la mano, pero que a mí me provocan un gran desazón y a la vez nuevos interrogantes. ¿Es la depresión una enfermedad que representa el avance de la sociedad? ¿Tendrán nuestros futuros descendientes crisis? ¿Sufrirán depresión? ¿Estaré realmente en crisis?...

© Miguel Urda

Imagen de Google

8/06/2012

La biblioteca


Quien me lee sabe que los microrelatos no es lo mio. No obstante no me quedo en el intento.



Hasta hace casi un mes, las discusiones con su hija adolescente eran constantes, motivadas por su desinterés hacia los estudios. De nada había servido los gritos, los castigos… La niña se había ido dando cuenta por sí misma y ahora sólo vivía para los estudios. Prefería hacerlo en la biblioteca. Allí, alegaba, había más tranquilidad, conseguía la concentración necesaria e incluso, dado la cercanía de los exámenes de selectividad, habían ampliado el horario y abría incluso los fines de semana.

Don Alfonso, el padre de la criatura, comentó con su compañero de trabajo el cambio de actitud de su hija respecto a los estudios, a lo cual esté le respondió que a su hijo le había pasado lo mismo.

Los padres no cabían en sí de gozo. Más vale tarde que nunca, se decían cada vez que veían partir a su hija hacia la biblioteca con los libros en la mano. Sólo les cambió el gesto cuando los informativos de las tres de la tarde dieron como noticia la clausura del bar “La Biblioteca” en su ciudad, por venta de estupefacientes y bebidas alcohólicas a menores.

Miguel Urda