1/29/2013

El calendario me ha dicho que...



- Cuando los sueños se hacen realidad y no son del color que esperabas.
- Cuando ves que la vida no danza al ritmo que tú quieres.
- Cuando las piedras están tan vacías que el propio golpe no provoca dolor.
- Cuando te sitúas desnudo delante del espejo y solo transmite una soledad persistente y perpetua.
- Cuando descubres que la persona que quieres es cobarde y opta por seguir bajo la comodidad que otorga la familia.
- Cuando ves que los amigos ya no son tan amigos.
- Cuando te dicen, sin ruido apenas, aquí estoy.
- Cuando compartes con cuerpos anónimos, jadeos, sudor y sábanas y te sientes vacío.
- Cuando la noche parece no tener fin para dar cabida a los pensamientos.
- Cuando consigues la ansiada libertad, pero continuas preso.


Cuando volqué esta entrada en mi blog, la más personal de todas las que he realizado hasta la fecha de hoy mi vida navegaba por la deriva, por debajo de la subcapa freática de los sentimientos. Eran momentos de confusión, de tempestades internas,... Cómo punta del iceberg estaba la salida de una relación cobarde y ni siquiera llegaba a plantearme un futuro, solo eran dudas, dudas y más dudas acompañadas de cierta frustración personal. Hoy el calendario me indica que cumplo años y de una manera intrínseca mi mirada se vuelve hacia el ayer, hacia esa entrada que reflejaba todo lo que yo sentía. Hoy soy distinto y no es porque el tiempo haya transcurrido, que en cierta forma todos sabemos que ayuda a curar herida, sino porque he estado dispuesto a que estas cicatricen; a pasar página; a evolucionar y sobre aprender que:

- Cuando los sueños se hacen realidad y no son del color que esperabas a admitir la nueva tonalidad del sueño.
- Qué la vida danza a un ritmo que difícilmente puedes imponer y alcanzar. Lo mejor es solo acoplarte a él marcando uno mismo el paso cuando lo considere oportuno.
- Qué el vacío dolor que provoca la piedra no sirve para quejarse, ni tampoco es aconsejable devolverla, sino quedarme con ella para que no pueda ser arrojada de nuevo.
- Qué la soledad que transmite el espejo ante mi desnudez es real pero ya no incomoda o molesta sino, todo lo contrario, la disfruto.
- Qué no todos tenemos el mismo de vista del amor y no todos queremos por igual.
- Qué las amistades son perecederas y hay que desprenderse de amistades innecesarias y oportunistas para que otras nuevas lleguen.
- Qué la mejor forma de decir "aquí estoy" sigue siendo en silencio;
- Qué cuando se comparte un jadeo, una sabana y sudor con un cuerpo anónimo no hay más responsabilidad que ese momento de placer;
- Qué cuando la noche parece no tener fin hay un amanecer para vivirlo;
- Qué el preso se habitúa fácilmente a la preciada libertad.

Hoy que cumplo cuarenta y seis años estoy en una etapa de mi vida arriesgada y llena de ilusión. Hace cuatro meses comencé una andadura nueva viniéndome a vivir a Madrid para realizar un proyecto cuya duración son dos años, que a la vez es poco y mucho tiempo y que por la cuenta que nos trae, a la ciudad y a mi respectivamente hemos decidido a llevarnos bien, aunque por el momento debo de decir que todo va encajando de forma perfecta, demasiado bien diría yo y que dada las características y circunstancias de mi vida me permiten proyectarlo. No obstante no permanezco quieto ni impasible a todo lo que me sucede, así como nuevos proyectos e ilusiones ya sean a corto medio y largo plazo existen: Canadá, esa espina que a veces se hace notar y que sin duda alguna tendré que quitármela algún día; Japón también cobra fuerza; proyectos narrativos o literarios;... Eso sí, teniendo en cuenta que debo de disfrutar el presente, el ahora y receptivo a todo, a todo lo que la vida me va poniendo por delante.
Espero que sigamos leyéndonos como mínimo otros cuatro años.
Gracias por dedicarme parte de vuestro tiempo al leerme.

© Miguel Urda

12/26/2012

Impuntualidad formalizada




Sabe usted, doctor, ella juega conmigo, es plenamente consciente de ello.
Cada día llega tarde y bien que me desespera. El segundo día que llegó tarde a clase le hice saber que la puntualidad era algo vital para su buen funcionamiento y no perder el ritmo. Ella asintió a todo lo que yo le iba diciendo y me prometió que nunca más volvería a ocurrir, pero al día siguiente llego con veinte minutos de demora. Delante de todos sus compañeros se justificó echando la culpa al tráfico, y como yo vivo ese problema cada día pues no pude replicarle; el cuarto día apareció cuando la clase llevaba quince minutos empezada, pero si le soy franco yo sabía que iba a llegar tarde. Unos golpecitos en la puerta y entró intentando andar de forma sigilosa pero sus zapatos de alto tacón marcaban con un sonoro ruido cada paso.
— ¡Lo siento! –dijo ella con una voz suave y casi infantil a la vez que despojándose de su abrigo negro que le llegaba hasta los pies, dejando al descubierto una blusa blanca casi transparente donde perfectamente podía distinguirse los encajes del sujetador. Apreté la tiza con más fuerza como forma de contención.
No puedo seguir, doctor, perdóneme pero no puedo seguir así. Es una provocación diaria. Se ha creado una especie de impuntualidad formalizada. Ella sabe que llega tarde a propósito y mediante esa forma tan delicada y sensual que tiene de quitarse el abrigo o gabardina en invierno, o cuando hace menos frío dejando ver el vértice que existe entre sus enormes pechos, sabe que bloquea mi capacidad de reprobarle su demora. No sabe usted, doctor, lo que estoy lo sufriendo. En mis veinte años de profesión nunca me había pasado algo así. No sé que pensar o que hacer, doctor. Me tiene loco, pierdo el sentido. Deseo que llegue la clase para verla pero no quiero que llegue. Tengo miedo, me pongo nervioso, transpiro constantemente, paso las noches inquieto pensando en la primera clase del lunes, del miércoles y del viernes. Porque la veo llegar a ella tarde, con un promedio de unos veinte o treinta minutos y cómo, de forma apurada, intenta tomar el hilo de la clase. No puedo, doctor, no puedo seguir así, no es la típica estudiante recién salida del bachillerato. Días atrás revisé su expediente: acaba de cumplir los veinticinco años y tiene dos carreras terminadas con CUM LAUDE por lo no que puedo quejarme de que sea una mala estudiante y hasta el día de hoy todos los trabajos me los ha entregado con un resultado estupendo. ¿Qué hago, doctor? ¡No puedo seguir así! Cada día que pasa es un tormento. A veces cuando estoy escribiendo en la pizarra noto como su mirada me ametralla, como me observa, como estudia cada gesto mío. Consigue que pierda mi serenidad habitual.
Si he venido hoy a su consulta es porque no puedo más, doctor. Ayer me la encontré por los pasillos de la facultad y claramente vi como se abría el abrigo para que yo pudiese ver su blusa casi transparente. Buenos días, Don José, me dijo con esa voz melosa que sabe poner. Y tuve que correr al baño, doctor, no podía más, mi mástil que últimamente anda sin ganas de desplegar velas me pedía guerra y me masturbé allí mismo como un adolescente. Ya no estoy para estas cosas, doctor, no tengo veinte años, traspaso el medio siglo de edad y las pocas veces que estoy en encima de mi mujer pienso en ella. No puedo más, doctor, no puedo más.
Miguel Urda


Imagen Google

12/05/2012

El silencio inquieto

Hoy abro una nueva ventana a la cultura, es decir, un blog donde voy a ir plasmanado las opiniones de los libros que voy leyendo o de una u otra forma van marcando mi vida lectora.

Comienzo la nueva andadura con una recomendación de Miguel Delibes. 

Dicho sitio es:

http://elsilencioinquieto.wordpress.com


Espero veros por alli.

Gracias 


Miguel Urda 




11/26/2012

GAFAS DE SOL



I

LLUEVE. MANUELA SALE DEL METRO AL EXTERIOR. MIRA HACIA ARRIBA. EN LA MANO IZQUIERDA LLEVA LAS GAFAS DE SOL. COMIENZA A ANDAR DESPACIO. SE COLOCA LAS GAFAS. JULIAN LA VE DESDE EL CAFÉ DE LA ESQUINA. DEJA UNAS MONEDAS ENCIMA DEL MOSTRADOR. SALE APRESURADO. SE COLOCA A UNA DISTANCIA CORTA DE ELLA. NINGUNO DE LOS DOS LLEVA PARAGUAS. COMIENZA A LLOVER MÁS FUERTE. HAY GENTE CORRIENDO EN BUSCA DE COBIJO EN LOS SOPORTALES.
ELLA SE LEVANTA Y JUNTA LAS SOLAPAS DEL ABRIGO NEGRO. ALIGERA EL PASO. ÉL SE COLOCA AL MISMO NIVEL QUE ELLA. LA MIRA. SE DETIENEN AMBOS. LA MUJER VUELVE A ANDAR. JULIAN LE DICE ALGO. ELLA LE GRITA. JULIAN LA COGE DEL BRAZO Y LE SEÑALA EL REFUGIO. SE DIRIGEN ALLÍ. SOLO HABLA ÉL. SIGUE LLOVIENDO. COMIENZAN A DISCUTIR CUANDO ESTÁN CUBIERTOS. ELLA SE LEVANTA LAS GAFAS Y LE HACE UN GESTO INDICÁNDOLE EL OJO. EL HOMBRE SIGUE HABLANDO, PONE LAS MANOS JUNTAS SOBRE SU PECHO. LE DICE ALGO QUE ELLA NIEGA CON LA CABEZA.

II

MANUELA SE DESPIERTA. MIRA A SU LADO DERECHO. JULIÁN ESTA DORMIDO. HAY POCA LUZ. ELLA SE SIENTA EN LA CAMA. SE PEINA CON LOS DEDOS Y SUSPIRA. COGE DEL SUELO UN SUJETADOR ROJO, SE LO COLOCA, SE LEVANTA, DA UNOS PASOS Y SE AGACHA PARA COGER SUS BRAGAS. BUSCA EL RESTO DE LA ROPA. JULIAN SE GIRA. MUEVE EL BRAZO EN BUSCA DE ELLA. LE DICE ALGO A MANUELA. ELLA SE ECHA A LLORAR.

© Miguel Urda



FOTO  TOMADA DE  GOOGLE

11/08/2012

Frente a la estación central


Faltaban cinco minutos para las ocho pero ya estaba allí, en el lugar que ella le había indicado. No, no estaba nervioso, o intentaba reflejarlo. Era invierno pero el sudor le corría por la frente. Sería por el exceso de abrigo, se dijo.

Cuatro minutos para la hora de la cita y no la veía aparecer, ni siquiera distinguía una figura humana en la oscura y desierta lejanía. Cotejó, de nuevo, que el reloj de la muñeca y del teléfono móvil estuviesen sincronizados. Dos minutos para las ocho y a pesar del intenso frío del mes febrero tenía el cuerpo empapado en sudor. No quería pensar en la cita, pero era algo imposible de apartar de su cabeza.

Las campanas comenzaron a dar las ocho y compitiendo en agudeza visual sobre que reloj mirar primero para comprobar la exactitud de la hora, sus ojos se inclinaron por los dígitos que marcaban el aparato telefónico. Cuando sonó la octava campanada ya había comprobado por tres veces que ambos instrumentos marcaban la misma hora, sin diferencia alguna de segundo.

Ocho y un minuto. Ya llega tarde aunque sólo son sesenta segundos, pero ya pasa de la hora indicada. Seguía sin distinguir la aparición de persona alguna. Volvió a mirar el reloj. Dos minutos pasaban de la hora a la que le citó. Un coche se acerca, se detiene delante de él, lo conduce un hombre, le acompaña una chica joven, no consigue verla bien, pero es ella, el pelo largo y lleva una bufanda roja, el indicativo de que es la chica con quién ha quedado. El corazón comienza a tomar velocidad, a latir a un ritmo muy apresurado. Intenta tragar saliva pero su garganta está seca. Se abre el coche, la joven mujer se despide con un beso de su conductor. Suda, tiene las manos y la frente transpiradas; la chica es más baja de lo que él esperaba. Va a decirle su nombre, ella ni siquiera se da cuenta de él, solo comprueba el reloj y comienza andar con paso ligero hacia el interior del edificio.

El corazón vuelve, tímidamente, a su lugar.

Ocho y tres minutos. Ninguna silueta se percibe en los alrededores más próximos a él. Tres minutos, son sólo tres minutos de retraso. Comprueba el reloj de muñeca y después el nudo de la corbata roja, que ella le ha dicho que lleve puesta. El reloj digital marca las ocho y cuatro. Un corto paseo de diez pasos para intentar apaciguar el nerviosismo. Busca un ruido, un gesto, algo que le diga que alguien se aproxima pero nada, ni por la derecha ni por la izquierda. La plaza está ocupada por la fría soledad de una noche invernal.

Piensa si es el sitio que ella le había dicho. Relee el SMS le había enviado esa mañana: “a las ocho frente a la Estación Central”.

Ocho y cinco minutos. Cinco minutos puede considerarse como un retraso bastante considerable. El dígito cambia a seis mientras mira el aparato. Un ruido, un ruido conocido suena dentro de su nerviosismo, proviene del teléfono móvil. Un nuevo SMS.

Un intenso escalofrío había recorrido su cuerpo cuando termino de leerlo.


© Miguel Urda

Imagen Google

10/02/2012

Las historias secretas que Hopper pintó







Que dos vertientes culturales, como son pintura y escritura, se den la mano es algo común y repetido infinidad de veces a lo largo de la historia. El caso de Las historias secretas que Hopper pintó (Icaria editorial) no va a ser menos. Es un libro basado en una serie de relatos donde la autora, Erika Bornay, nos deleita con diecinueve relatos inspirados en cuadros de este pintor estadounidense.
Hay quien dice que es fácil hablar −criticar, opinar, disertar...− sobre un cuadro, pero adentrarse en el mundo de un lienzo, y aún más, en la hierática atmósfera que Hopper consigue transmitir en sus cuadros, no es fácil. Pintar un cuadro es contar, es narrar,... es la parte diseccionada de esa historia que el pintor quiere mostrarnos y en cierta medida hacernos cómplices de ellas. Para este libro la autora ha tenido que adentrarse más allá del propio cuadro, ha tenido que inventarse diecinueve historias, mimetizarse y darle coherencia a texto y cuadro, para que no desentonen.
Relatos que comprenden desde una historia de amor femenina, hasta el asesinato de un marido, pasando por un padre incapaz de demostrar su afecto hacia su hijo, la soledad
El libro se lee sin dilación ninguna, con una lectura fácil, amena y agradable para el lector.
La autora ha conseguido que como lector me acerque al papel, al hecho, el motivo, a la secuencia de cada cuadro y por lo tanto a cada historia. Como lector inquieto y curioso me ha llevado a preguntarme ¿cómo ha sido la trama?, ¿la elaboración de cada relato?, ¿cómo ha inventado esa historia para ese relato? ¿que le ha llevado a asociar tal dibujo a una muerte, a un desencanto, a una traición...? ¿como ha inventado esa historia? ¿qué parámetros han sido los decisivos para aplicar esa historia a tal cuadro? ¿por qué esos cuadros?.. por que. ese trabajo, que el lector no lo percibe existe, se lo puedo asegurar.
Erika Bornay, profesora de Arte de la Universidad de Barcelona, nunca llegará a la categoría de autora de relatos como Roth, Aldecoa, Millas o Munro,.... Tiene publicados varios ensayos y la novela Los diarios de Fiona Courtauld. Este es su primer libro de relatos. Y ha conseguido que sea un un libro totalmente recomendable, para introducirte sin dilación alguna en el mundo de Edward Hopper y en la realidad estática del preciso instante de lo que el artista quería retransmitir. Estoy convencido que si Hopper leyese el libro, estaría totalmente de acuerdo con las historias que Erika Bornay ha creado para hacer la simbiosis con sus cuadros.
Un gran trabajo, para un buen libro que gracias a la exposición de Hopper del Museo Thyssen Bornemiza en Madrid, ha vuelto ver la luz en las librerías.

© Miguel Urda

9/23/2012

FABIA




En un rincón del ropero, semiocultos entre jerséis arrebujados y desechados encontré los patines de acero y velocidad muda. Mi madre me los había escondido cuando suspendí las matemáticas en el último curso del ciclo superior. El berrinche me duró varios días, aunque ella me dijo que la culpa de que no los disfrutase la tenía yo. «Haber dedicado más tiempo a las matemáticas», me espetó. Entonces, cogía aire e impulso para gritarle que las matemáticas no me gustaban, que odiaba los cosenos, las tangentes, los números primos y que, sobre todo, odiaba, odiaba y odiaba a la señorita Hortensia. Le decía que me vengaría de ella, que jamás tocaría los números… Pero la fuerza se me iba en la expulsión del aire, agachaba la cabeza y me dirigía al jardín a buscar saltamontes y salamanquesas para apagar mi ira con ellos.
¿Cuánto tiempo han estado los patines escondidos tras los jerséis de mi madre? Los cogí con cuidado, como si fuesen algo muy frágil y que el tiempo pudiera resquebrajar. Los observé detenidamente. Tenían cuatro ruedas rojas con un mínimo desgaste, incluso podía percibir el olor a nuevo. De repente, me vino a la cabeza el precio que me costaron, fueron dos mil quinientas pesetas de la época. Estuve ahorrando desde las Navidades hasta mi cumpleaños, en mayo, para poder comprármelos. Los usé muy poco tiempo.
Casi veinte años han estado ocultos. Comencé a hacer cálculos sobre el tiempo pasado sin ellos cuando escucho la voz de Aurora subiendo las escaleras.
-¿Dónde estás, cariño?
Sin saber muy bien por qué y como si fuese un delito o algo prohibido, escondí los patines rápidamente para que no los viera.
Cuando llega, me da un beso y un leve pellizco en el moflete derecho. «Todo lo que se pudo hacer se hizo», me dice con una voz entre lastimosa y apenada. Asiento con un gesto automático. Me molesta su presencia. Me apetece quedarme solo de nuevo.
—Estoy bien, cariño, solo un poco confuso, pero estoy bien, no te preocupes —le digo mientras la abrazo, como si quisiera reconfortarla más a ella que a mí.
—Está anocheciendo —responde mi mujer—. Será mejor que nos vayamos o encontraremos caravana para entrar en la ciudad.
—Déjame cinco minutos más, por favor, y nos vamos.
Sin responder, ella sale de la habitación, que va ganando en penumbra.
Vuelvo a sacar los patines de su escondite. ¿Por qué nunca los tocó mi madre? ¿Por qué no me los devolvió? ¿Por qué me olvidé tan pronto de su existencia?
Me los pruebo por encima, los pongo al lado del zapato derecho. Mis pies ahora son más grandes que los patines. Busco el número de pie que calzaba en mi adolescencia, la escasa luz no me deja descubrirlo. Ahora los fabrican de forma diferente, van con las ruedas en el centro porque dicen que soportan mejor el equilibrio. Más modernidad, más avances para conseguir desplazarse a velocidad por las calles sintiendo el aire en el rostro. La pregunta de por qué los abandone tan pronto continúa girando en mi cabeza. Una palabra y un sonriente rostro adolescente italiano aparece en mi memoria: Fabia. Fue un verano lleno de descubrimientos.
Mi mujer grita desde abajo: «Voy a poner el coche en marcha».
Vuelvo a esconder los patines en el mismo sitio. «Mañana vendré a buscarlos», pienso. Mientras, un nombre ronda por mi cabeza: Fabia.


© Miguel Urda